Los raros
Teresa de Jesús, la santa que encontró a Dios en los pucheros
Por Esther Peñas
27/01/2015
Mística, testaruda, atenta, sagaz, orante, descalza, poeta, lectora impenitente de novelas de caballerías, robusta, intensa... y santa, por la gracia de Dios. Hablamos de Teresa de Jesús, venida al mundo como Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada (Ávila, 1515-1582), una de las personalidades más fascinantes de la historia, con una vida interior plagada de frondas, y manglares, círculos, lecturas. Su profundidad, vertical –ascendiente siempre-, horizontal –poblada de lo mundano-, descoloca a quienes se acerquen a ella, con independencia de credos y fronteras anímicas. Es ella, la que rogaba “de devociones absurdas y santos amargados, líbranos, Señor”.
De pequeña intentó, de la mano de su hermano, escaparse a “tierra de infieles” para pedir limosna y predicar la Palabra, con el propósito de ser descabezados en nombre de la fe (estremece ya la devoción extrema). Un tío truncó la descabellada idea. Poco después, una larga enfermedad–dejó huella de cardiopatía crónica- la postró en la cama (del mismo modo que, siglos después, ocurrió con otras dos enormes mujeres, María Zambrano y Carmen Martín Gaite), y entre las sábanas cebó su cautiverio con lecturas que la fueron cincelando, la mente, el espíritu. Cuando por fin mejoró, un episodio de paroxismo la volvió a aprisionar, en esta ocasión en una silla de ruedas, durante casi dos años de su vida. Para entonces había entrado, zafándose de la férrea oposición paterna, en el convento de la Encarnación, profesando el 3 de noviembre de 1534.
A finales de 1539 recuperó la salud (ella lo atribuyó a la intercesión de san José), y recuperó su actividad febril dentro y fuera del convento –la clausura, lo saben, se estipuló obligatoria en 1563-. Comenzó a gozar de sus raptos espirituales. Y despertó la admiración de la curia, casi con tanto predicamento como el recelo insistente que sembró en buena parte de ella. San Luis Beltrán animó a la religiosa a acometer la reforma de la Orden del Carmen, fundada por aquel entonces, ya que a la religiosa le inquietaba la ‘relajación’ de las normas que, a su juicio, se había instaurado entre los religiosos. Ella se acogió al principio de austeridad, pobreza y clausura, fundamentos del Carmelo.
Con la ayuda de san Juan de la Cruz creo los ‘carmelitas descalzos’ y dedicó sus fuerzas a la fundación de nuevos conventos que abrazaran lo espartano, consciente de que “solo Dios basta”. Infatigable, viajaba de un rincón a otro predicando su manera de entender la fe. En Beas, Huelva, recibió una denuncia que puso la princesa de Éboli a la Inquisición española por el ‘Libro de su Vida’. A partir de entonces una permanente observación la cercaba sus movimientos.
Pese al rigor con el que fue tratada, mantuvo intacta su decisión de hacer crecer la orden descalza, siempre al límite de lo eclesiásticamente permitido. Consiguió fundar 17 conventos en España y uno en Lisboa.
Recibido el viático y confesada, murió en brazos de Ana de San Bartolomé, el 4 de octubre de 1582 (día en que el calendario juliano fue sustituido por el gregoriano en España, por lo que ese día pasó a ser, con la alteración numérica, 15 de octubre). Su cuerpo fue enterrado en el convento de la Anunciación, con grandes precauciones para evitar su robo. Exhumado en 1585, quedó allí un brazo y se trasladó el resto del cuerpo a Ávila; finalmente, por mandato del Papa, el cadáver fue devuelto al pueblo de Alba, donde descansa en la capilla Nueva, en una caja de plata, cumpliéndose el final de su deleite: “Es para mí una alegría oír sonar el reloj: veo transcurrida una hora de mi vida y me creo un poco más cerca de Dios”. Después, se presupone, ascendió a los cielos.
Aunque, tal y como apunta, la puerta para entrar en su último libro, ‘Las moradas’ (o ‘El castillo interior), es la oración, este texto, emocionante por su riqueza plástica tanto como por el inagotable alimento intelectual, se erige en uno de los más hermosos y ricos de todos los tiempos:“.… considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas…y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma… la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración, no digo más mental que vocal; que como sea oración, ha de ser con consideración; porque no advierte con quien habla y lo que pide y quien es quien pide y a quien, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios…”
Escrito con un lenguaje sencillo y sustentado en imágenes cotidianas, ‘Las moradas’ más que un libro diríase que es un haz de luz sobre el interior del hombre, un símbolo único acerca del misterio humano.
Asimismo, su poesía, de hondo calado, como la lluvia cuando uno la contempla desde la claridad del amor, revela su capacidad para emocionar y para mirar (no en vano supo pronto “que dios está hasta en los pucheros”, metáfora capital para un cristiano, pues la vida para él no es sino el encuentro permanente con un dios que se hizo hombre). Cargada de musicalidad, sus versos caen mansos como la nieve y, así como uno tiene la extraña sensación de que no hay copo que caiga en lugar erróneo, sus versos se van aposentando con una sutil armonía en las raíces de quien los lee. “Vuestra soy, para Vos nací”. Estilo apasionado, arrebatado, estalla y se aquilata en el poema. El poema de santa Teresa tiene arquiboltas de lo sublime. Pechinas de delicadeza. Contrafuertes que apuntalan el anhelo (del amado, como en san Juan). Alivian de la tristeza de saber que sus comentarios al ‘Cantar de los cantares’ fueran quemados por ella misma. Sus versos alientan. Exhortan. Estimulan. Embriagan. La poesía convoca siempre.
Por cierto, en 1626 las Cortes de Castilla la nombraron copatrona de los Reinos de España, aunque los partidarios de Santiago Apóstol lograron revocar el acuerdo. Fue nombrada, eso sí, Doctora Honoris Causa por la Universidad de Salamanca y posteriormente designada patrona de los escritores, alcaldesa de la Villa de Alba de Tormes y Doctora de la Iglesia Católica. “La tierra que no es labrada llevará abrojos y espinas aunque sea fértil; así es el entendimiento del hombre”.
De Teresa de Jesús resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.